Acá andamos, madrugando de más después del feriado, preparando el matecito, el café con leche y cortando un pedazo de pizza fría que sobró de la noche. Con la tele encendida más temprano que de costumbre, esperando el primer partido de Argentina.
Tal vez yendo para el laburo, tal vez volviendo, en una de esas mirando de reojos mientras atendemos al que llegó a cargar nafta o despachando media docena de medialunas de manteca. Manejando el bondi, tratando de sintonizar la radio, o esperando el relevo que nos cubra para volver a casa.
Arranca un martes distinto, teñido de celeste y blanco, con calles más vacías que de costumbre y ecos de suspiros que se cuelan por las ventanas.
Rompiendo por un rato la rutina, esperanzados y con ganas de goles; con la camiseta puesta arriba del pijama y los ojos todavía medios pegados del sueño; pero con las ganas de siempre, con esas que estamos acostumbrados. Porque cada cuatro años repetimos el mismo ritual y por dos horitas soñamos, nos abrazamos, gritamos y andamos un poco más felices que de costumbre.
Porque a veces Argentina nos duele, pero a veces nos convida un sueño y nunca podemos evitar sentirnos parte.