Hace 138 años, la plaza Dardo Rocha era el escenario para que un nutrido grupo de vecinos se juntaran a celebrar el hecho de haber conseguido se reconocidos como ciudad.

Era miércoles, dicen que había viento y que los festejos se extendieron hasta tarde con bailes populares y asados.

La historia comienza en 1748, cuando el jesuita Cardiel llegó a la desembocadura del río Quequén y apuntó en su diario de viajes las bonanzas que la naturaleza brindaba a la región. El nacimiento de la patria y la posterior extensión de la frontera atrajeron a gauchos errantes y pioneros avezados que se asentaron en precarios ranchos de adobe y paja.

Con la sanción de la ley de enfiteusis, de Bernardino Rivadavia, las tierras de las pampas comenzaron a tener propietarios y el general Eustaquio Díaz Vélez adquirió 32 leguas cuadradas sobre el Mar Argentino, a ambas márgenes del río Quequén Grande, en tierras que desde 1865 pasaron a formar parte del nuevo partido de Necochea. Cargados de esperanzas y con la certeza de que todo estaba por hacerse, llegaron a territorio necochense estancieros, arrendatarios y comerciantes.

En 1871, los pocos pobladores -con el comandante de Guardias Nacionales, Angel Ignacio Murga, y el juez de paz Victorio de la Canal a la cabeza- iniciaron las gestiones ante el gobierno provincial para que Necochea tuviera su ciudad cabecera. Diez años después, el 12 de octubre de 1881, alcanzaron el sueño. El trazado, a cargo del agrimensor José María Muñiz, quedó fijado a una legua del río y tres del mar, en campos de la familia Díaz Vélez (comprendía 256 manzanas, 235 quintas y 164 chacras).

El futuro se avizoraba próspero. Las tierras eran fértiles y desde hacía varios años los pailebotes se introducían en el río Quequén para cargar tanto tasajo como veinte carretas podían llevar. “El puerto le dará una grandísima importancia y adquirirá un desenvolvimiento considerable, influyendo poderosamente en el progreso y en el aumento de la riqueza pública”, prodigaba desde la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires José Hernández, el padre del “Martín Fierro”.

Las carretas y las diligencias fueron llegando, y cuando venían desde el otro lado del Quequén podían optar entre la balsa Cardiel o la de Gil para atravesar el río y dirigirse a la Fonda de Chaparro o Gran Hotel La Amistad, en el actual centro comercial, punto de encuentro para los lugareños y sus visitantes.

Los muelles y depósitos que se construían en la desembocadura del río reafirmaban las palabras que resonaron en el recinto de Diputados. El tren inauguró la estación de Quequén y en 1894 la empresa ferroviaria levantó un puente provisional para que los pasajeros tuvieran como última parada la cabecera del partido. Necochea se consolidó y pronto se extendió hacia el mar para destinar sus playas al veraneo.

Se edificaron hoteles y balnearios con carpas móviles para que los caballeros pudieran cambiar sus elegantes trajes o las damas sus largos vestidos por la vestimenta apropiada para el baño en el mar, que debía cubrir del cuello a las rodillas, tal como expresa el Reglamento de Baño de 1888, suscripto por el presidente Miguel Juárez Celman.

El pueblo se hizo grande y en 1911 fue elevado a la categoría de ciudad. Desde entonces, con altibajos y crisis de por medio, Necochea siguió creciendo. Sumó la Rambla Municipal, el tranvía eléctrico, nuevas instalaciones para la intendencia y el puente colgante Hipólito Yrigoyen -que reemplazó a las balsas-, muestra de progreso y distinción, puesto que en el mundo sólo había cuatro semejantes: uno sobre el Rhin y tres sobre el Alleghany River, en Pittsburgh.

En la década del 40, el parque Miguel Lillo se sumó a los atractivos que la ciudad, aliada con la naturaleza, ofrece en Necochea y sus alrededores. La necesidad de frenar el avance de los médanos, de carácter agresivo, pronto se convirtió en un pulmón verde de alrededor de 600 hectáreas con cuatro millones y medio de arbustos y árboles de diversas especies vegetales. El punto de partida del parque fueron los jardines de la casona que los Díaz Vélez poseían para veraneo y donde, en la actualidad, funciona el Museo Histórico Regional.