Una final histérica. El portero del Boca buscando la casualidad necesaria para redimir a su equipo en los últimos segundos, y la inteligencia azarosa que beneficia al River para definir un resultado que parece un regalo de Navidad precipitado en el partido más intenso que hayan jugado dos pájaros grandes del fútbol argentino trasplantados a un nido inesperado, el Bernabéu de la capital de España.
Al principio pudo haber ganado cualquiera, en un partido hecho a la medida de las casualidades. Y luego se fue abriendo paso la intuición del River, que se ocupó de que la ventaja del Boca fuera una daga contra el pecho de los de la Bombonera, creyentes más en su suerte que en su juego. El final fue épico, un regalo para los que piensan que las emociones fuertes del fútbol no son como esos incidentes que provocaron que la final se haya jugado en Madrid, por la mala cabeza de aficionados alocados, pendientes más del ego de sus colores que del fútbol mismo. El futbol viajó, y tuvo un espectador de primera clase, el mejor jugador argentino, que no juega en Argentina.
Había tanto argentino en el campo que no podía faltar ni Messi. Y, en efecto, allí estaba Lionel Messi, rosarino de 31 años, que ya forma parte de la historia de Argentina… y del mundo. Estaba colgado en una de las localidades de lujo, con su compañero azulgrana Jordi Alba, que es el que le pasa balones de oro que él convierte en homenajes a su abuela, la que lo llevaba a los campitos en los que aprendió algo que nadie puede enseñar: la inteligente intuición que convierte en arte el amor al fútbol.
Así que ahí estaba Messi, igual que estaba, por cierto, otro hispanoamericano universal, el Nobel Mario Vargas Llosa. Y del mismo modo que lo que éste sabe de literatura no se puede transmitir de manera natural, lo que Messi sabe de fútbol solo circula por su sangre, y por su capacidad para encargarse de prolongar en sí mismo su aprendizaje.
Los otros argentinos que estaban en la cancha, tanto del River como del Boca, tenían que poner de su parte lo que pudieran: Messi estaba allí, pero no les podía ayudar. En ningún sentido: ni con los gritos, él es de otro equipo, adonde quiere retirarse en Rosario. Pero estaba allí por amor al fútbol, y seguramente por amor a su patria.
Madrid es una ciudad que siempre ha acogido bien a los argentinos; a Messi, por ejemplo, ya nadie lo abuchea en los campos españoles: es una gloria local, por así decirlo, pues ha demostrado que en el arte del fútbol es heredero directo de otro argentino que anoche flotaba en el ambiente como parte de la historia de los dos contendientes, Alfredo D Stéfano, españolísimo de Argentina. En Madrid habitó Evita Perón y, ya muerta, Perón la guardó aquí como una reliquia inmortal. Aquí los españoles defendieron a los sudacas cuando abundaron los argentinos en los años 90 y los reaccionarios xenófobos ensayaron sus malas artes contra los inmigrantes del Cono Sur.
La acogida que ahora este país le ha dispensado a las aficiones y a los equipos ha sido espléndida. La seguridad ha sido abundante, pero el buen humor también. La gente creyó que venían ogros que se iban a matar entre ellos, y mucha tensión hubo, pero a veces parecía que Madrid más bien se aprestaba a asistir a un concierto multitudinario de Les Luthiers. En el campo hubo algún mal gesto (esa mirada asesina de Benedetto a un rival nada más marcar el 0-1), pero todo fue como si jugaran a borrar el mal sabor bonaerense que precedió esta ansiosa final tan disputada.
El final fue una épica a la que Jorge Luis Borges le podía haber puesto una etiqueta: pudo haber sido el partido aleph, el partido infinito, y acabó siendo el partido río en el que se ahogó en el que más histeria puso y ganó el que puso la fe en el azar.