El 15 de enero de 1987 fue el último día que Adriana Celihueta fue vista con vida. Su caso conmocionó a la ciudad y al país.
Tenía 29 años y estaba a pocos días de casarse cuando desapareció. Una serie de errores policiales y judiciales llevó la causa a la prescripción sin culpables, ni cuerpo ni respuestas.
“No laves los platos, mamá. Yo los lavo cuando vuelvo”, dijo Adriana Celihueta el 15 de enero de 1987, cuando salió de la casa que compartía con su familia en la ciudad de Necochea. Pero nunca más se supo nada de la mujer, que entonces tenía 29 años y le faltaban 37 días para casarse.
Cinco jueces pasaron por la causa que investigó su desaparición hasta que finalmente se cerró sin haber tenido nunca un imputado. Después de más de tres décadas, lo que ocurrió con ella aquel verano sigue siendo un misterio.
Durante años, su familia, depositó todas sus esperanzas en la posible aparición de algún arrepentido que terminara por fin con la incertidumbre.
Pero ese testigo, si existe, nunca apareció. Entre tantos interrogantes, la familia de Adriana tiene tan solo una certeza: “Sabemos que al menos hay dos asesinos impunes, viviendo tranquilamente. Esto no fue obra de una persona sola” declaró hace un tiempo su hermana Silvia.
Adriana se fue de su casa después de cenar en el Dodge Polara de su padre. Dijo que iba a ver a sus suegros, a solo doce cuadras de distancia, para corroborar que el apellido de la madre de su novio, Fernando Iparraguirre, estuviese bien escrito en la tarjeta de invitación para el casamiento.
Su auto fue encontrado abandonado un día después en el parque Miguel Lillo. Tenía las puertas abiertas de par en par y en el asiento del conductor estaban las llaves y documentación de la mujer, pero no había rastros de ella. O por lo menos, nunca se podrá saber si los hubo, ya que la policía autorizó a su padre Carlos Celihueta para que se llevara el vehículo sin hacerle primero las pericias correspondientes para levantar huellas o cualquier otro tipo de pista.
“Se cometieron errores, por desconocimiento y por encubrimiento”, aseveró Silvia. Entre otros factores, señaló, “la policía local demoró en comenzar la búsqueda, perdieron los primeros días que son las más importantes”. Y sentenció: “En nuestra causa la justicia no existió”.
“Iparraguirre, el novio con el que se iba a casar, estaba a muchos kilómetros de distancia, en La Pampa”, indicó la hermana de Adriana sobre el hombre, del que jamás sospecharon ni ella ni su familia. Tampoco lo hizo la Justicia, que en cambio sí apuntó a Reinaldo Costa, el dueño de la veterinaria “La Chacra” donde trabajaba la mujer desaparecida y también su amante. Él estaba casado y ella a pocos días de casarse.
Según el relato de Silvia, el día anterior a desaparecer habían estado con su mamá y su hermana arreglando los últimos detalles para la boda. “Hablamos, pero la noté un poco triste”, contó a este medio. Ella le preguntó qué le pasaba pero Adriana se escondía detrás de excusas que en ese momento sonaban lógicas.
“Me decía que después de casarse se iban a mudar a otra provincia y allá iba a tener que empezar de cero”, recordó. Ni entonces ni ahora logró convencerla. “Algo había, pero no lo quiso decir”, agregó.
El día que desaparece, horas después de esa conversación, Adriana se lleva un arma que era de su padre, un experto tirador y habitué del Tiro Federal. Tal actitud inevitablemente llevó a quienes la conocían a pensar que ella preveía que algo malo podía pasarle. “Pienso que tenía vergüenza de que se supiera el affair que tenía”, arriesgó años atrás Carlos Celihueta en diálogo con la periodista Lorena Maciel. En ese sentido, agregó una hipótesis que comparten todavía hoy muchos de los necochenses: “Creemos que Costa la amenazó con contarle todo a su novio”.
Al principio de la investigación también circularon otras versiones que vinculaban la desaparición de la mujer con las carreras de caballos y de galgos, actividades tan frecuentes como ilegales en la ciudad portuaria. No obstante, la familia de Adriana no dio demasiado crédito a esa posibilidad. “Ella iba todos los días del trabajo a su casa y cuando no trabajaba estaba conmigo”, dijo su hermana. Aunque también aclaró: “Tal vez vio algo que no tenía que ver”.
Lo único cierto es que fueron pasando los años, los gobiernos, los fiscales y la investigación por el caso de la veterinaria desaparecida apenas si se movió. Costa nunca reconoció haber tenido una relación extramatrimonial con ella.
Pero durante un allanamiento en el local donde trabajaban juntos, la policía encontró en el fondo de un pozo ciego que había dentro el terreno un anillo de bronce que pertenecía a Adriana que reconoció su propia familia. Aún así, el hallazgo no pareció ser un indicio importante para los investigadores. Jamás lo imputaron.
En 2020, un grupo de chicos que jugaba en la zona de Costa Bonita se topó con una bolsa llena de huesos humanos que estaba a medio tapar por la arena. La esperanza resurgió y volvió a irse cinco meses después, cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense determinó que habían pertenecido a un hombre.
“Adriana fue a una cita, quizás no se encontró con una sola persona, a mi me costó mucho entender todo esto, para fatalidad también creo que pudo haber sido un accidente, lo malo es lo que hicieron después, porque ojalá hubieran dejado el cuerpo”, decía al principio de la investigación Ivis “Mimi” Vaio, la mamá de Adriana, en una nota con el periodista Enrique Sdrech.
Pero no lo dejaron, o al menos hasta el día de hoy nadie lo encontró. El 30 de septiembre de 2015, ya con su salud muy deteriorada y el dolor permanente por la ausencia de su hija, Carlos Celihueta se disparó un tiro en la sien.
Un mural, emplazado en la calle 63 entre 58, elaborado por las muralistas Susana Yanni, Graciela Gil, Asunción Attanasio, Delia Fernández y Natalia Abrahim, la recuerda en las calles del centro.