Todo se desprendió de un error humano. Dicen que fue un fax que nunca salió. Otros aseguran que salió pero que nunca llegó. Sin embargo hoy, después de tantos años, no importa tanto quién se equivocó. Lo más relevante es que el efecto de ese error fue atroz: una de las mejores atletas de la delegación argentina, top ten entre las heptatlonistas del mundo, no pudo competir en los Juegos Olímpicos Barcelona 1992. Quizás, si las cosas se hubiesen hecho con más prolijidad, la Argentina podría haber ganado una medalla más en esa edición. Tal vez, cómo saberlo, una de las doradas.

Ana María Comaschi tiene 56 años, nació el 11 de abril de 1966. Es oriunda de Necochea, pero hoy vive en Mar del Plata. Recuerda con claridad (y con extrema bronca) los hechos que ocurrieron entre 1992 y 1998.

A los 26 años era una de las atletas más destacadas del país. De las más completas. Y, por lejos, la más veloz. Su récord en el heptatlón femenino dejó la vara tan alta que recién fue batido en 2017, por Fiorella Chappe. Mientras que su marca de velocidad, 11:3 segundos en los 100 metros llanos, registrados manualmente, nunca fue superada.

Dominó varias disciplinas durante la década de 1980 y los comienzos de los ‘90. Alcanzó su apogeo en el campeonato iberoamericano de Sevilla en 1992, la competencia en la que maduró y en donde pegó el salto definitivo para llegar de la mejor manera a los Juegos Olímpicos de Barcelona ‘92, para los que faltaban solo quince días.

Comaschi quería consagrarse en esa cita olímpica. Era su obsesión. Dice que se sentía “candidata”, que ese iba a ser su juego olímpico. Cuánta razón tenía. Es que, en las semanas previas al inicio de los juegos, la diferencia entre ella y las otras heptatlonistas argentinas era abismal: “Yo tenía 16 mil puntos y mi contrincante 4 mil. Le sacaba dos pruebas enteras. Podría no haber competido en dos pruebas y hubiera clasificado igual”, explica. Llegaba realmente bien.

Pero se llevaría una horrible sorpresa. Al aterrizar en Barcelona (llegó unos días antes de que arribara el grueso de la delegación argentina) realizó los trámites correspondientes con normalidad y encaró directo hacia el escritorio de admisiones. Tras pedir por su acreditación le respondieron, corto y seco: “Usted no aparece en el sistema”.

“No aparecía en la lista de atletas que iban a competir”, dice, en diálogo con LA NACION. “Me dijeron que no me hiciera problema, que me quedara y que al día siguiente haríamos todo de nuevo, junto a los otros argentinos”, agrega. Pero, 24 horas después, cuando planteó el problema a los dirigentes del Comité Olímpico Argentino, todo se enrareció: “No entendían nada, no sabían quién era yo ni qué me había pasado.

Le dijeron “Dejá, vamos a ver qué pasa y qué se puede hacer”. Y a los pocos minutos le volvieron a decir que no estaba acreditada. Comaschi, que incluso había recibido la ropa oficial que Adidas diseñó para los deportistas argentinos, quedó flotando en un limbo administrativo. Por supuesto que no podría competir. Tampoco entrenar ni usar el comedor de la Villa Olímpica. Se quedó “a vivir” en su cuarto por casi 96 horas.

Estuvo 4 días escondida en la habitación. Sus colegas, los que sí habían sido inscriptos correctamente, le llevaban agua, comida y elementos de higiene personal. Estaba de intrusa, no tenía permitido vivir allí. Entonces, cada vez que veía el picaporte torcerse, se escondía debajo de la cama. “Encima había muchos controles porque la ETA estaba amenazando con realizar un atentado en los edificios de los deportistas. Ningún atleta se movía libremente”, recuerda.

Una tarde la visitó Fernando Galmarini, que en ese entonces era Secretario de Deportes. “No te preocupes, lo voy a arreglar”, le aseguró. Sin embargo, no arregló nada. “Galmarini fue a hablar con el presidente de la IAAF, el órgano que gobierna el atletismo a nivel mundial, porque desde el COA no me daban respuestas. Ahí le dijeron que el fax con los datos para mi inscripción nunca había sido enviado”, cuenta Comaschi. Y se apura en aclarar: “Galmarini fue el único que me ayudó”.

Mientras la injusticia la comía por dentro, muchos dirigentes del deporte argentino se paseaban por Barcelona: “Viajaron como 100, fueron a pasear. No sabían qué hacer, no tenían idea…”, insiste Ana María. Uno de ellos era el coronel Antonio Rodríguez, mandamás del COA entre 1977 y 2005. El otro era el general Ernesto Alais, que oficiaba de Jefe de Delegación (sí, el mismo que dirigió la columna de tanques que debía reprimir el levantamiento carapintada de 1987 y nunca llegó a destino). Una tarde, cuando Comaschi lo encaró y protestó por su situación, Alais le respondió: “Estás muy pend… para hablarme así”.

Después de su entrevista con el director de la IAAF, Galmarini dialogó con Ana María. Ya no había manera de corregir el error, pero le ofreció quedarse en un hotel y ver los juegos. Básicamente, le propuso ser espectadora. “A pesar de ser un papelón, no queremos que te vayas mal…” le dijo. Ella contestó que no quería quedarse en Barcelona como turista, que había viajado para competir. Se fue el día después de la Ceremonia Inaugural, que vio por televisión desde su habitación. Tomó un vuelo directo a Ezeiza y nadie del COA la acompañó hasta el aeropuerto.

En Buenos Aires fue recibida por un ejército de periodistas. La opinión pública estaba volcada a su favor . Rápidamente fue invitada a los principales programas de televisión. Almorzó con Mirtha Legrand, visitó el living Susana Giménez y fue entrevistada por Bernardo Neustadt.

“No sé por qué me hicieron ir. Me pagaron un pasaje y todo… No pude competir por una negligencia de la gente que se debía ocupar de que todo funcionase a la perfección. Resulta que la inscripción no fue enviada a tiempo y, para colmo, en un papel no original que fue denegado”, declaró. El “papelón olímpico” se convirtió en uno de los temas del momento. En el subte y en los colectivos las personas la paraban y le transmitían cariño.

Así pasó lo siguientes dos años: inmersa en el dolor pero rodeada por el cariño de la gente. Hasta que un buen día decidió demandar al COA “para que ningún otro atleta sufriera lo que me tocó pasar a mí”.

La batalla legal comenzó en 1994 y duró hasta 1998. De principio a fin, estuvo marcada por la rispidez y la desmesura argumentativa. Los defensores del COA intentaron instalar que Comaschi no acumulaba los méritos suficientes para clasificarse a los Juegos Olímpicos. Pero ella fue deshaciendo esos razonamientos “en vivo”, uno tras otro, en las pistas: seguía compitiendo y dejando marcas que la posicionaban como una indiscutible deportista top.

Ana María reclamaba un resarcimiento por la oportunidad deportiva única que la habían hecho perder y por el “daño moral” que había aguantado.

Desde Mar del Plata, su hogar desde que era muy joven, recuerda todo el estrés que vivió entre tantos argumentos, apelaciones e instancias. Dice que siempre “estuvo ganando” en el juicio, pero que los procesos judiciales hicieron que todo se demorara en terminar.

Desde Mar del Plata, su hogar desde que era muy joven, recuerda todo el estrés que vivió entre tantos argumentos, apelaciones e instancias. Dice que siempre “estuvo ganando” en el juicio, pero que los procesos judiciales hicieron que todo se demorara en terminar.

El juicio llegó a la Corte Suprema de Justicia. Los abogados del COA intentaron arreglar ofreciéndole dinero, pero ella se negó: “Solo quería que se hiciera justicia, no me interesaba la plata en lo más mínimo”.

“Juntamos recortes de diario, registros deportivos y otros documentos que mostrasen que yo debí haber sido inscripta. Mientras ellos eran un desastre, no pudieron defenderse. Por eso gané. Y nunca reconocieron su error”, se descarga. Galmarini, que había perdido su puesto por culpa del escándalo, testificó a favor suyo.

Mientras transcurría el juicio, Comaschi siguió compitiendo. Pero sentía que sucedían cosas raras, inusuales, a su alrededor. “En los juegos panamericanos de Mar del Plata 1995 los organizadores quitaron sorpresivamente el heptatlón del medallero. Honestamente, no sé si fue a propósito, pero supongo que sí… yo estaba en juicio con ellos, estaba en juicio contra un

-¿Qué fue lo que la hizo ganar el juicio?

-Lo que determinó mi triunfo fue toda la evidencia que había sobre mis marcas, mis registros deportivos. También estuvo el detalle de que me había hecho los controles anti-doping y de que me había llegado la ropa oficial. Había un montón de pruebas. No fue muy difícil probar mi punto.

-¿Podría ahondar en el “daño moral” que sufrió?

-Fue terrible porque hice la marca, fui a la olimpiada. Fui olímpica y a su vez no lo fui. No pude competir por un error de ellos. Ellos sabrán por qué lo hicieron… Si fue adrede, si fue porque eran ineptos, si fue porque no tenían idea de lo que debían hacer…

-¿Hay convicciones que inviten a creer que fue a propósito?

-No. Nada invita a creer que fue adrede, jamás había tenido un problema con ellos previamente.

-¿Qué opina del COA ahora? ¿Cree que está trabajando bien?

-La verdad que ahora funciona muy bien. Yo tengo a mi hijo en el deporte, en vóley de playa (Mauro Zelayeta, compitió en los juegos de la juventud Buenos Aires 2018) y veo que se están haciendo muy bien las cosas. Hoy en día el COA sabe quiénes son los atletas, se fijan cómo andan, los cuidan… Mi vivencia ocurrió en otra época y por culpa de la mala dirigencia de aquel entonces.

-¿No quiso buscar revancha en Atlanta ‘96?

 

-No me daba la edad. Mi momento fue en el ‘92, cuando tenía 26 años. Además yo trabajaba, estudiaba y entrenaba, nadie me apoyaba. Para ser un atleta olímpico tenés que entrenar doble turno, necesitás sponsors y hasta tenés que viajar a la altura. Hoy eso se hace con más recursos. Además estaba la presión del juicio y me había lesionado un par de veces. Para llegar a un JJOO hay que estar muy bien y muy concentrado y entrenando pura y exclusivamente para eso. Yo no pude, me sacaron todas las posibilidades habidas y por haber.

Ana María Comaschi fue indemnizada con 120 mil dólares. Con ese dinero compró la casa en la que vive actualmente. El “caso Comaschi” puso punto final al mandato interminable del coronel Antonio Rodríguez en el COA: perdió su puesto tras 28 años. Ella, finalmente, obtuvo algo de paz y justicia.

Continuó su vida con bajo perfil. Fue “profe” de Educación Física en distintos colegios secundarios de Mar del Plata hasta que, hace 26 años, se convirtió en instructora de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Actualmente sigue en actividad y tiene el rango de comisaria. “Doy clases de entrenamiento. Fui instructora policial por 20 años en el Centro de Entrenamiento Policial Mar del Plata. Hoy, y desde la pandemia, realizo tareas administrativas referentes a formación y capacitación policial”, explica.

Dice que ver a su hijo Mauro dedicado al voley y con chances de competir en los Juegos Olímpicos de París 2024 es “un cariño para el alma”, que ha sanado con el correr de los años. La medalla del “oro al papelón” es cosa del pasado.

 

Fuente: La Nación