El día 28 de abril de 1980 la nave cortó sus amarras al ser arrastrada por la fuerte correntada del río y salió del puerto sin tripulación, yendo a varar a la costa, al pie del faro de Quequén, aproximadamente a una milla de la boca del puerto.
Varias historias se tejieron sobre este buque que se llamó el “barco fantasma” ya que llegó sin tripulación. Sólo y de noche, cubierto por la bruma, el imponente casco metálico del Caribea se presentó en silencio e inmóvil frente a la boca del puerto de Quequén. Durante horas se mostró inerte ante la ciudad que durante la noche poca atención le prestó. Sin embargo, desde el puerto los pocos marineros y prefectos que hacían guardia lo miraron con cierto recelo, por su actitud extraña. No se veía a nadie en el puente de mando del indemne buque, pero alguien lo había traído hasta ahí.
Pasadas unas horas, lentamente fue ingresando en la entrada del puerto de Quequén. Silencioso y en sombras. Su único tripulante visible en un dificultoso castellano solicitó por radio un espacio en el puerto, pero a diferencia de cualquier otro buque informó que atracaría sin práctico.
El práctico es el conductor oficial de todo puerto que conoce las características particulares del lugar lo que le permite realizar con cada embarcación un correcto atraque. Sin embargo, esa noche de 1978 el capitán del buque, un sueco algo derruido por el salitre marino, detuvo la marcha del barco sin ningún inconveniente. La noche lo ocultó por unas horas mientras en alta mar se vislumbraba una terrible tormenta, quizás el motivo de la llegada del Caribea.
Marineros del puerto lograron ver como, luego de que el barco dejara de moverse, cinco tripulantes descendieron escurridizos y se perdieron en la ciudad. Los más experimentados marinos del puerto bonaerense afirmaron que era imposible que un solo capitán, y a lo sumo ayudado por otras cinco personas, hubiera podido maniobrar y hacer funcionar eficientemente semejante pesado buque carguero, se necesitaban como mínimo 15 hombres. Pero allí estaba.
Ante las autoridades de prefectura que esa noche vieron llegar al buque se presentó quién decía ser el capitán, León Noren, aunque no presentó ningún expediente que así lo acreditara, pues no poseía ningún documento. El barco tampoco portaba bandera ni puerto de origen declarado, se supo que había estado en Montevideo donde sólo le permitieron algunos días de asilo en el puerto y meses antes había atracado en la brasilera Recife pero sin motivo aparente.
La mañana lo encontró solitario y ya rodeado por un halo de misterio e historias: Piratas modernos, contrabando de armas, de drogas o de personas, crímenes en alta mar, motín o robo, entre otros pero rápidamente el Caribea se transformó en el barco fantasma de Quequén.
Los marinos de la ciudad hablaron de movimientos y sonidos extraños, de misteriosas incursiones nocturnas en la cubierta, más de un prefecto creyó ver fantasmas durante su guardia. La gente que visitaba la reserva de lobos marinos, escudriñaba la imponente silueta que permanecía amarrado tratando de encontrar una respuesta a su extraña presencia.
Durante meses estuvo abandonado apoyado sobre un muelle del puerto, su nórdico capitán había desaparecido. Aunque muchos afirmaban que se había casado con una lugareña y trabajaba en un comercio de la ciudad nadie se molestó en buscarlo. Cuando dos años después de su llegada se decidió su judicialización y posterior desguace un hecho fortuito y llamativo cambió el rumbo de su destino.
Una tarde de mayo de 1980 sobre el mar a unos quilómetros de Quequén se divisó una fuerte tormenta que minuto a minuto se acercaba hacia la costa. A la noche la tormenta cubrió por completo la ciudad y dio inicio a una de las mayores inundaciones en la región. El Caribea como si hubiera presentido su desmembrado final empezó a sacudirse con la marea. La fuerte correntada del rio rompió sus amarras y comenzó a arrastrarlo.
Desde el puerto, los pocos marineros que se quedaron esa noche soportando el vendaval vieron como el desolado barco salió del puerto como si fuera tripulado por una mano experta. Salió al mar atravesando las escolleras sin rozar a ninguna y puso proa hacia el este. Desde la costa algunas miradas agudas afirmaron ver siluetas oscuras que se paseaban por su cubierta como si el buque estuviese en plena tarea.
Quizás cansado de vagar de puerto en puerto y arrepentido de haberse ido el barco en medio del mar giró y se encaminó hacia la costa. En medio de la tormenta se divisaba una sola potente luz, era el faro de Quequén y hacia allí se dirigió. Con un brusco golpe encalló contra la playa. La arena lo abrazó y nunca más se movió de allí.
El Caribea dejó de ser un buque fantasma para ser un naufragio y un punto de reunión de turistas y curiosos, aunque las historias sobre el barco fantasma se siguen escuchando en el puerto de Quequén.
Con información del Área de Museos y relato de Fernando Vivas (FmLaruta)