Por Luis Alberto Romero (*).- Tradicionalmente, las discusiones sobre el origen del peronismo se centraron en la acelerada constitución de una clase obrera peronista en 1945. En las últimas décadas los estudiosos abordaron otras formas de caracterizar los actores y los conflictos, con enfoques culturales, políticos o discursivos.
Muchos de ellos son recogidos en la colección “La Argentina peronista”, un ambicioso proyecto de doce volúmenes dirigido por G. Contreras, profesor de la Universidad Nacional de Mar del Plata. En dos de ellos se enfoca la cuestión desde perspectivas clásicas: la participación de la clase obrera y del Partido Socialista en la formación del peronismo.
Nicolás Iñigo Carrera es un historiador de vasta trayectoria, dedicado al estudio de la sociedad y la clase obrera. Se caracteriza por el rigor teórico y la infatigable investigación empírica, volcada en muchas monografías que hoy sustentan esta estupenda síntesis sobre las estrategias de la clase obrera en los orígenes del peronismo. Su marco teórico remite a C. Marx y F. Engels para la dimensión estructural y a A. Gramsci para la articulación con la acción y la política. Sostiene que, a partir de una determinación estructural, la clase obrera se va formando en la acción y en la lucha, confrontando o aliándose con otras fracciones de clase.
En el proceso, el estudioso puede percibir una estrategia de largo plazo, jalonada por realizaciones parciales. Manteniendo el estricto rigor conceptual, descarta otras perspectivas, transitadas por los historiadores en las cinco últimas décadas, pero dialoga con algunos reconocidos estudiosos, como J.C. Torre y H. del Campo.
En 1930, comienza el desarrollo de una estrategia de la clase obrera que acompaña el ciclo del capitalismo industrial y se prolonga hasta mediados de los años setenta. Contra lo sostenido habitualmente, I. Carrera encuentra entre 1930 y 1935 intensas luchas obreras, que no fueron impulsadas por la CGT –conducida por sindicalistas apáticos– sino por organizaciones anarquistas, anarco sindicalistas y comunistas. Enfrentaron a la dictadura mediante huelgas, manifestaciones y piquetes y una violencia que desnudaba el conflicto entre capitalistas y obreros, para culminar en la huelga general de enero de 1936, que el autor ha estudiado en detalle.
El episodio fue el climax de una onda de combatividad directa –el “clase contra clase” comunista– al que siguió un cambio de rumbo, derivado de circunstancias mundiales y locales. El 1 de mayo de 1936 la CGT –ya conducida por socialistas y comunistas– convocó a los partidos opositores y a organizaciones afines, como las estudiantiles, a organizar un frente popular que articulara las reivindicaciones de la clase obrera con la lucha democrática liberal.
En esta nueva fase –nos dice I. Carrera–, la estrategia obrera privilegió la ciudadanización obrera, es decir su incorporación a las instituciones políticas y a la discusión de las grandes decisiones. Al hacerlo, la CGT quedó vinculada a los conflictos políticos, que en 1937 hicieron fracasar el proyecto del frente popular y que en 1942 la dividió. Cuando en 1943 Perón aparece en el horizonte, comienza un nuevo y complejo período de divisiones y alianzas inesperadas, en favor y en contra de Perón, en las que el autor va señalando la por momentos huidiza estrategia de una clase obrera que finalmente, siguiendo su propia lógica, se suma a la gran corriente peronista.
Carlos Herrera, que estudió el gremialismo socialista ante la irrupción del peronismo, subraya un aspecto débilmente tratado por I. Carrera: la compleja relación entre el Partido Socialista y los nutridos cuadros de gremialistas socialistas, que por entonces dirigían los sindicatos más importantes.
Desde 1918, el Partido Socialista sostenía que sindicatos y partido debían moverse con autonomía en sus esferas específicas: la lucha económica unos, la política los otros. En la práctica, los dirigentes partidarios trataron de orientar la acción sindical, mientras los gremialistas se encastillaban en la defensa de sus organizaciones. Algunos, como F. Pérez Leirós o A. Borlenghi, actuaron en ambas esferas y comenzaron a tener relevancia desde 1936, cuando socialistas y comunistas ganaron el control de la CGT y ambos partidos convocaron a la formación del frente popular antifascista.
Este giro marcó el inicio de una división en el gremialismo socialista, entre quienes, como los ferroviarios, defendieron la autonomía sindical y la posibilidad de negociar directamente con el Estado y quienes se jugaron por la apuesta política. Desde junio de 1943, el Estado acentuó la represión y a la vez, sorpresivamente, ofreció importantes beneficios a trabajadores y gremios.
Los comunistas fueron excluidos y duramente reprimidos; los socialistas debieron elegir entre aceptar los beneficios, y con ello la injerencia del coronel Perón en la vida sindical, u oponerse, y aceptar la migración al peronismo de muchos de sus cuadros dirigentes.
Entre los que se “pasaron”, el más notorio fue Borlenghi. Entre los resistentes estuvo Pérez Leirós, cuyo sindicato fue intervenido. Muchos dilataron la resolución, pero después del 17 de octubre quedó claro que quienes resistían se iban quedando solos. Luego de la derrota electoral de 1946, el Partido Socialista decidió dar por concluida la prescindencia gremial y organizó grupos socialistas en los sindicatos, ya dirigidos por peronistas. Una nueva dirigencia obrera socialista participó en el intenso ciclo de huelgas entre 1946 y 1951, cuando fue derrotada la gran huelga ferroviaria. Fue la última participación significativa de los socialistas en el movimiento sindical.
Desde sus respectivos ángulos, I. Carrera y Herrera subrayan la intensa acción sindical y política anterior al peronismo y reconstruyen el intrincado proceso de reacomodación política entre 1943 y 1947. Cuentan una historia parecida, con dos finales diferentes. El de Herrera, en tono menor, muestra el ocaso y fin de un sindicalismo socialista poderoso que no logró resolver la tensión entre sus partes gremial y política. I. Carrera escribe en tono mayor: a través del peronismo, y más allá de los intrincados meandros de la negociación política, la clase obrera llega a ocupar un lugar importante en el mundo institucional, obtener mejoras significativas y realizar su “conciencia asalariada”, condición para una ulterior “conciencia explotada”.
Sesenta años de peronismo permiten este y otros muchos relatos sobre un movimiento vasto y complejo. Algunos han visto en el 17 de octubre la constitución del “pueblo peronista” a partir de la interpelación discursiva hecha desde el “histórico balcón”. Otros encontraron en las acciones violentas espontáneas de esos días la expresión de un imaginario plebeyo que trasciende la noción de clase obrera.
Más recientemente, se han estudiado exhaustivamente los aspectos específicamente políticos del fenómeno y la singular formación del peronismo en cada una de las provincias, en las que el peso de los obreros industriales era menor que en Buenos Aires. También se estudian los problemas de género, de raza o de inclusión igualitaria. En ese torbellino de nuevos enfoques, estas miradas clásicas tienen hoy, paradójicamente, un efecto refrescante y renovador.
(*) Luis Alberto Romero es miembro de número de la Academia Nacional de la Historia.