Jorge Fernández Díaz.- Una lejana fábula de Asimov narra las desventuras de un caballo acechado por un lobo. En estado de desesperación, el animal galopa hasta la casa de un hombre y le propone una alianza impensable. El hombre acepta la asociación y se ofrece para matar al lobo a condición de que su nuevo socio coopere con él comprometiendo en la jugada toda su potencia y su velocidad. “El caballo está dispuesto, y permite que el hombre le coloque la silla y el bocado”, cuenta Asimov. El hombre finalmente monta, persigue al lobo y lo elimina. El caballo, alegre y aliviado, le da las gracias, y le dice: “Ahora que nuestro enemigo está muerto, quítame la silla y el bocado y devuélveme la libertad”. Entonces el hombre se echa a reír a carcajadas y responde: “Vete al infierno”. Y lo espolea con todas sus fuerzas.
La fábula puede aplicarse a las transas, los enroques, las traiciones, las volteretas y las traumáticas sucesiones de los peronismos provinciales, afectos a celebrar cada año el Día de la Lealtad. Y de hecho hace pensar un poco en Néstor Kirchner como jinete del todopoderoso Eduardo Duhalde. El lobo era entonces Menem; hoy es Macri. Aplicar esta parábola al dúo Fernández y Fernández no resulta, sin embargo, tan sencillo, puesto que la Pasionaria del Calafate cuenta con una Biblia, una religión, un batallón de apóstoles y sacerdotes, y una feligresía amplia y fiel hasta el fanatismo.
Se trata, además, del hueso más duro de roer de la historia política moderna, y encima ella podría pensar que la inesperada diferencia de votos prenuncia una brecha aún más grande para octubre, y hasta quizá su cifra soñada: otro 54%. Experta en leer como se le antoja los resultados electorales, la última vez que se encontró con ese “regalo” decidió ir por todo. El vendaval de las primarias fue tan fuerte que la habilita a uno de sus juegos mentales preferidos: creer que el pueblo argentino, influido por la prensa, se equivocó hace cuatro años, y que ahora viene a reivindicarla aun en sus errores históricos. Una rehabilitación completa del cristinismo desequilibra un poco la alianza interna, puesto que su aliado la venía convenciendo acerca de la sensatez, la madurez (y no el madurismo) y otras formas razonables de la autocrítica.
Alberto fue, en su momento, implacable justamente con todos los horrores que cometió la doctora en ese tramo específico de su gestión. Que ahora puede ser redimido simbólicamente por el voto masivo. Este caballo tira tarascones, se empaca, corcovea y hasta es capaz de lanzar por el aire al jinete mejor plantado. Y Diosdado Cabello le advirtió al ungido, metiendo el dedo en la llaga, que no debía equivocarse: la socia de Venezuela es la dueña y señora del triunfo; Alberto es un empleado que no puede de ningún modo creerse jefe. No hubo un solo kirchnerista que saliera a refutar esa impertinencia y a defender la valentía de su candidato; por fin alguien del Frente de Todos denunciaba el aberrante sistema chavista. Ese notable silencio quizá se deba a que no conviene entrar en un tema tan espinoso durante esta campaña verdadera, ni hacer más olas. También a que al cristinismo le conviene refrescarles la memoria a los albertistas. Por las dudas.
El asunto es que hoy, sorprendidos por la magnitud no imaginada de su propia victoria -todavía virtual-, dos proyectos en cierta medida antagónicos se disponen a unificar conclusiones, a trazar nuevos diagnósticos y a preparar la convivencia. Cristina y La Cámpora conducen una facción que se ha creído el maridaje de Perón y Fidel: esta cruza construyó la “juventud maravillosa” de los años setenta y formó el socialismo del siglo XXI de Chávez. El “peronismo profesional” que Alberto representa no cree en esas coordenadas políticas ni económicas. Fernández llegó a decir que se consideraba un “liberal de izquierda” incrustado en el peronismo clásico. Oxímoron para futuros desvelos ideológicos de Sebreli.
En estos días de gloria y exitismo argento, donde se lo ve igualmente preocupado, el más votado está pasando con una aspiradora por todos los rincones de la patria, metiendo en su bolsa a panqueques de diverso oficio e interés, y sacándose fotos con gobernadores y con poderes fácticos para apilar voluntades y acaso para que sus socios íntimos no se confundan. Muchísimos votos son de la arquitecta egipcia, pero la realidad es que Alberto logró romper el techo, y atraer a millones de indecisos e independientes, que acaso en un acto de hipnosis creían estar votando por la moderación y no por una nueva radicalización cristinista.
Lo cierto es que esa decisión popular castigó a una gobernadora amenazada que vive en una base militar y entronizó a un manager del neocamporismo; llena el Parlamento y las legislaturas de militantes bolivarianos, y trajo de regreso al Instituto Patria a don Carlos Zannini. La sociedad jugó a la ouija, y algunos espíritus se manifestaron en la alta noche. Zannini reemplazó a Néstor y a Alberto en la mesa chica cuando Cristina enviudó y se quedó sola, pero en lugar de cuestionar o discutir sus ocurrencias, como hacían su marido o su antiguo jefe de Gabinete, el exmaoísta le creaba rieles a su desbocada locomotora: terminó siendo el ideólogo de los extremos y los disparates.
Y se ganó con esa inteligencia obediente y esa arquitectura jurídica la malograda candidatura a vicepresidente de Scioli, sillón que tenía por objeto vigilar a aquel elegido para que fuera dócil, pagara la fiesta, no traicionara con la lapicera y al final cediera el trono. Tanto aquel formato como el presente buscan preservar el mito intocado de Cristina (jamás ajusta ni “claudica” frente la “derecha” ni negocia con el poder financiero) y evitar que crezca un nuevo cacique en el peronismo. Que es verticalista y que cuando reconquista la Casa Rosada tiene la tendencia a cuadrarse ante el presidente y a reconocerlo como su líder indiscutido. ¿Es Alberto el nuevo macho alfa del movimiento nacional y popular? ¿O la hembra alfa sigue al mando de la manada? ¿Pueden convivir un “liberal de izquierda” [sic] con una “socialista nacional” (una nacionalista de simpatías autoritarias) o están destinados a la guerra de los roces y a un divorcio? ¿Quién es el jinete y quién el caballo?
En campaña electoral a todos les conviene pasar por cordiales y pragmáticos, casi por inofensivos, pero una vez en el poder -si es que llegan a él y Juntos por el Cambio no logra dar vuelta la historia y entrar en el ballottage- habrá que negociar en la cumbre y en la interna con los entusiastas adalides del dogmatismo; optar entre ser un gobierno democrático o transformarse en un régimen, como prefieren en el entorno intelectual de Cristina Kirchner. Y hacer equilibrio en medio de un mundo que ha cambiado y que amenaza con nuevas turbulencias, con una soja que no es la que era, una vulnerabilidad financiera aterradora y en el ciclo de las nuevas democracias automáticas, es decir: el tiempo del Brexit y de la volatilidad de la opinión popular, donde acontecen votos precipitados y galvanizantes que ponen y quitan el poder en un santiamén, y donde nadie tiene asegurada la quinta.
Un cuarto gobierno kirchnerista implicaría todos estos dilemas internos y externos. Allí nos colocó, provisoriamente, el veredicto inapelable de las urnas, pero sobre todo un específico voto que daba vergüenza. Ese voto oculto decidió a último momento cambiar el caballo a mitad del río. Y fue tan abrumador que convocó sin querer a los viejos espíritus. Ahora, que Dios.dado nos asista.