Luciano Román (*).- Una peligrosa cultura del “escrache” se ha enquistado entre los adolescentes. No es extraño, en una época en la que la “hoguera de las redes” y la “justicia tuitera” parecen imponerse como modelos aceptables y eficaces para tramitar cualquier litigio. Es, sin embargo, especialmente riesgoso, porque se ejerce a una edad en la que cuesta evaluar los daños y la vulnerabilidad es mayor. Es riesgoso, también, porque moldea a una generación antisistema bajo la premisa de que todo se dirime en el altar de las redes.
Las escuelas, los clubes y otras comunidades de jóvenes asisten -con una mezcla de desconcierto e impotencia- a un fenómeno que se ha acentuado en los últimos meses: los escraches digitales contra varones supuestamente abusadores. Sin filtros y con ligereza, por las redes se revolean acusaciones, denuncias, listas negras, nombres de presuntas víctimas y victimarios. La intervención de los adultos generalmente llega tarde, si es que llega. En las escuelas suelen mirar para otro lado. La veracidad de los hechos no requiere pruebas. El escrache funciona como cosa juzgada. Los grados o matices quedan desdibujados bajo un manto acusatorio en el que todo parece ser lo mismo. Se iguala una violación con una actitud desubicada o incorrecta, un abuso con una grosería, un hecho con un malentendido y una denuncia con una venganza. En la hoguera de las redes no hay espacio ni tiempo para marcar diferencias. La pena es siempre la misma: la estigmatización, “el paredón” (convertido ahora en un muro de Facebook) y la condena social. Todas esas armas, en manos de chicos y chicas adolescentes empoderados a través de las redes.
Hace poco tuvimos noticias de un joven de 18 años que se suicidó en Bariloche. Lo había escrachado una amiga por Facebook, Twitter e Instagram por supuesto abuso sexual . La chica después confesó que lo había acusado de un hecho que nunca había sucedido y que lo había hecho por despecho, por algo que la había enojado. Se arrepintió, pero ya era tarde. El nombre del acusado se había coreado en una marcha contra presuntos abusadores ¿Nos escandalizamos lo suficiente ante semejante tragedia? ¿Nos conmovimos y nos movilizamos? ¿Corrimos a escribir protocolos y a debatir estrategias frente a la epidemia del escrache y la liviandad acusatoria?
El caso de Bariloche no sugiere, ni mucho menos, que todas las denuncias o acusaciones que se ventilan por las redes sean falsas. Sí confirma, en todo caso, que no todas son verdaderas. Y que el daño que provoca el escrache puede llegar a ser irreparable.
Ya hay casos de este tipo que han llegado a la Justicia. Magistrados de distintas jurisdicciones han intervenido ante denuncias por calumnias e injurias realizadas por padres de jóvenes escrachados. Sin embargo, el efecto reparatorio de la Justicia institucional queda muy debilitado frente a la potencia arrolladora del “paredón digital”. No todos, por otra parte, tienen recursos para contratar a un abogado y emprender el trabajoso derrotero de iniciar una demanda.
La “justicia tuitera” -ya se sabe- tiene una coartada poderosa: nuestro sistema judicial está atrofiado. Es lento, ineficiente, no inspira demasiada confianza y ha sido permeable a la corrupción. Pero conviene recordar a Winston Churchill: “La democracia es el peor sistema político del mundo, con excepción de todos los demás”. La Justicia puede ser mala; el escrache es infinitamente peor.
La mezcla de acusaciones fundadas con denuncias al voleo amenaza con otro efecto lamentable: unas contaminan a otras y pueden llevar a que todas pierdan credibilidad y consistencia. Se debilitaría, así, el movimiento de denuncia contra el terrible flagelo de la violencia de género.
No hablamos, por supuesto, de un fenómeno fácil de enfrentar. Pero los padres, los docentes, la escuela como institución y los adultos en general no podemos hacernos los distraídos ni resignarnos a la impotencia. Hay que librar una batalla contra la cultura del escrache y contra la justicia antisistema. Hay que educar a los jóvenes en los valores de la convivencia, en la confianza en la autoridad, en el respeto a las instituciones, en los principios jurídicos básicos (como la presunción de inocencia y el derecho a la defensa, sin invertir la carga de la prueba). Hay que reivindicar, en todo los órdenes, el debido proceso y hacer docencia sobre los peligros de la lapidación digital. Hay que cultivar la paciencia y la responsabilidad frente al vértigo y el desasosiego de las redes. Hay que legislar contra la impunidad en la web.
Hace falta, esencialmente, liderazgo de los padres y de los docentes. Hay que pararse con responsabilidad y con coraje frente a una generación de adolescentes que prescinde de los adultos, que recurre antes a Twitter que a los maestros y confía más en Facebook que en cualquier autoridad. Por supuesto, hay que enseñar con el ejemplo. Y hay que instalar este debate en un lugar central. Porque asistimos a una paradoja: mientras discutimos la edad de imputabilidad de los menores, las redes se convierten en tribunales populares donde hay chicos que arden en la hoguera sin haber tenido ni siquiera derecho a defenderse. Menores que no pueden votar ni sacar el carnet de conducir actúan como inquisidores y justicieros en la galaxia digital. Debemos preguntarnos con honestidad: ¿dónde estamos los adultos?
En nombre de cierto progresismo ramplón, el “escrache” suele asociarse a una práctica valiente y aceptable; a una suerte de rebeldía vanguardista contra sistemas anquilosados y reaccionarios. En cualquier formato implica, sin embargo, la negación de la Justicia y es, esencialmente, fascista y autoritario. Ignorar estas nociones elementales entraña, ni más ni menos, un desprecio por los derechos humanos.
En cualquier caso, la justicia por aclamación y la ausencia de garantías suponen un camino inaceptable y peligroso. Pero el riesgo es aún mayor cuando ese camino es recorrido por chicas y chicos que aún están en plena adolescencia; a los que les cuesta calibrar los matices de las cosas; que necesitan una guía de los adultos y son más vulnerables a la manipulación. No podemos dejar que ajusten cuentas por las redes mientras miramos para otro lado.
Es saludable, por supuesto, la rebelión contra toda forma de maltrato, de abuso y de violencia machista. Es sana la actitud de denunciar cualquier hecho de esta naturaleza. Es bienvenida la intransigencia cultural contra cualquier conducta inapropiada que suponga una agresión de género. Es tan sana como la intransigencia frente al racismo, la xenofobia y cualquier otra forma de discriminación y violencia. Pero precisamente por el valor y la trascendencia de esta transformación social debemos defender el camino de la juridicidad, del sistema de normas, del respeto a los derechos del otro. De lo contrario, combatiríamos un exceso con otro exceso; una violencia con otra violencia. Consentiríamos que cualquiera se arrogue el poder de un justiciero. Y correríamos el riesgo de banalizar incluso la lucha de las mujeres, que también es la lucha de los hombres que creemos en la igualdad, en el respeto por el otro y en la Justicia (aun con sus limitaciones y defectos) como garantía esencial de una convivencia civilizada.
(*) Periodista y abogado