Desde siempre, Elina Monferrer soñó con vivir en una casa frente al mar. Su historia es de película, está llena de significado, coincidencias que inspiran, y el hilo conductor es su tenacidad para convertir aquel anhelo en la realidad de su día a día. Hace seis años que se despierta y se acuesta con el sonido de las olas, en medio de la paz y tranquilidad del Balneario Los Ángeles, a 30 kilómetros de Necochea.
Vive en una casa ecológica, que levantó con su propias manos, con paredes hechas con botellas de plástico, y algunas de vidrio, que dejó a la vista para ponerle impronta a su hogar. Tiene unos 35 vecinos que habitan de manera permanente, y cada verano se duplica la cantidad de gente que va a pasar allí sus vacaciones. Más de uno se enamora de las vistas y se plantea la posibilidad de mudarse. “Está creciendo a pasos agigantados, porque es hermoso, para mí es el mejor lugar del planeta, y la mejor playa de la costa”, expresa en diálogo con Infobae.
Con las manos llenas de masa de chipá, una de sus especialidades, muy conocida por los turistas que visitan la localidad, atiende el llamado de Infobae. “Trabajo en mi despensita, que es como un kiosco donde tengo un poco de mercadería para vender, y como estoy muy cerquita de la playa, vienen a comprarme chipá para los mates”, cuenta, mientras prepara “la receta de los ancestros”, como suele decir cuando le preguntan qué ingredientes usa. Nacida en la provincia de Corrientes, heredó aquellos secretos culinarios de su familia, y más adelante se mudó a Villa Angela, en Chaco.
Si hay algo que la caracteriza, además de su don para brindar ayuda, es la versatilidad. Dicho en sus propias palabras, trabajó de “millones de cosas”. Hizo la carrera de bibliotecaria, y pudo ejercer en una escuela secundaria, donde estuvo un buen tiempo. “Cuando me separé de mi primer marido, después de un matrimonio muy difícil y caótico, decidí salir de Villa Angela e irme a Benito Juárez, donde conseguí entrar a otra biblioteca, pero solo durante unos meses, después no me dieron más trabajo, y ahí empecé a deambular por varios laburos”, relata. Para ese entonces ya había sido madre de su primera hija, y con tal de mejorar su situación probó suerte en varios rubros: vendió seguros, mutuales, se puso un puesto de choripanes en medio de la ruta con una amiga, y nada resultaba estable.
“A los tres años conocí un muchacho, nos casamos, y nació mi segunda hija, pero no funcionó la pareja, y desde ese momento preferí estar sola, con las alas desplegadas. Amo mi libertad”, sostiene con convicción. El giro del destino llegó cuando otra amiga la recomendó para un trabajo en Italia, que consistía en preparar comidas argentinas en un restaurante durante tres meses, y la contratación incluía el sueldo, los pasajes y los gastos de estadía cubiertos. “Como yo había atendido rotisería durante un tiempo, y sabía cocinar variado, ella pensó en mí, y yo estaba en la lona; lo hablé con mis hijas, que todavía eran chicas, pero sabían que la situación no era buena, y me dijeron: ‘Mamá, andá’”, rememora.
Ahorró cada euro de aquella experiencia, y ni bien regresó se dio cuenta de que debía invertirlo en algún proyecto. Hubo otra mudanza más, hacia Tandil, donde alquiló una casa grande con varias habitaciones y puso una pensión para estudiantes de universidades. Le pidió a sus hermanos todas las camas que no usaran, compró colchones, restauró mobiliario que tenía, y la apuesta valió la pena. Para complementar los ingresos consiguió un segundo trabajo en una biblioteca popular, y en 2018 se jubiló como bibliotecaria.
El terreno inalcanzable
Allá por 2011, planificaron un viaje familiar a Necochea en pleno enero, y fue durante ese tour que conoció la localidad de Los Ángeles. Quedó fascinada, pero no pudo más que apreciarlo durante unas horas. “Queríamos pasar un fin de semana y no conseguimos alojamiento en ningún lado, nos tuvimos que volver a Benito Juárez, y yo ese día les dije: ‘Esto no me vuelve a pasar, no puede ser que no pueda quedarme en el mar ni dos días, yo me voy a comprar un terreno acá’”, narra, y confiesa que sus seres queridos soltaron una carcajada con absoluta incredulidad. “¿Cómo no se iban a matar de risa si para mi cualquier pedacito de tierra era inalcanzable?”, cuestiona con humor.
Pero, Elina no se rinde nunca. Es luchadora, y busca soluciones a los problemas imposibles. Investigó por internet lotes a la venta en los lugares más conocidos, y eran realmente inaccesibles, hasta que vio una publicación que le llamó la atención, porque ni siquiera sabía dónde quedaba. “Hablé con la dueña, me explicó que era un lugar bastante natural, a 30 kilómetros de Necochea, que a veces ni la gente que vive en los alrededores conoce, y arreglé para ir a conocer”, comenta. La acompañó su tía Herminia, que en ese entonces tenía 76 años, y fue su compañera en toda la odisea.
“Vinimos a conocerlo un sábado, me enamoré, y el lunes la llamé a la dueña y le dije: ‘Lo único que tengo son 900 dólares, te lo seño’”, revela. No sabía de dónde iba a sacar el resto del dinero, porque el precio total era de 7.500. “Me faltaba un montón, pero yo me decía ‘de algún lado va a surgir’, y le pedía al universo desde la extrañas, con fe de que ese terreno iba a ser mío, y ese mismo día me fui al banco donde yo tenía mi cuenta a sueldo y me saqué un crédito personal; mi tía sacó otro más, y con eso pagué una parte más”, indica.
Las historietas salvadoras
En aquel momento todavía trabajaba como bibliotecaria, así que cada sueldo trataba de ahorrar al máximo para invertirlo todo en los pagos faltantes, y estaba atenta a todo lo que pudiera hacer. Así fue que cuando escuchó una noticia de que una revista de Superman se había subastado por un millón de dólares, recordó que ella tenía guardada una colección de la revista del Pato Donald, de cuando era chica. “Siempre fui muy lectora, y ahí se me prendió la lamparita, la publiqué y un brasileño me pagó 1800 dólares por todas, que con eso ya prácticamente cubría la totalidad”, dice con el mismo sabor a victoria que tuvo en aquel instante. Faltaba afrontar los costos de la escritura, y para eso su papá sacó otro crédito.
“Me quedó plata para hacer el cimiento en la plataforma, porque se levantó unos centímetros el suelo para tener mejor vista, y ahí empecé a buscar ideas ecológicas de construcción, porque quería sacar basura de la calle, ayudar al medio ambiente, y pensé en una casa de barro, pero como acá no hay barro, no se podía”, explica. Se acuerda de que su padre le preguntó: “¿Vos sabés lo que cuesta construir?”, y que ella respondía: “No quiero ni saber, porque si hago un número voy a pensar que es imposible, así que iré comprando de a poquito”. Con esa actitud, y con la idea de hacerlo sin apuro, según estuviese en sus posibilidades, el aguinaldo lo usaba para comprar cemento y algunos hierros, y mientras seguía buscando opciones sustentables.
A través de Facebook conoció a Ingrid Vaca Diez, una abogada boliviana que en el año 2000 comenzó a fabricar hogares con materiales reutilizados, y así supo de las “casas de botellas”. La especialista la asesoró sobre los pasos a seguir y empezó la obra. El equipo lo completaron la tía Herminia, que cargó con arena cientos de botellas; Sabina Sagrera, una maestra mayor de obras que conocía de Tandil, y su amigo Oscar González, albañil, quien le enseñó a revocar, y realizó el cemento que sirvió como base, las columnas y el techo.
A juntar botellas
La construcción le llevó casi ocho años, y aunque no hay una cifra exacta, tiene un estimativo de 14.500 botellas que fueron necesarias para levantar las paredes de su casa. “Le empecé a decir a la familia, a los amigos, y a todos chinos que no tiraran las botellas de plástico ni las de vidrio, que me las junten y yo pasaba a buscarlas; también salía por el barrio a dar vueltas y rescatar las que encontraba”, cuenta. Algunos conocidos también le llevaban bolsas repletas a la biblioteca, y cuando iba cada 15 días al balneario, los propios residentes le dejaban otra buena cantidad de materia prima.
“Cuando arranqué yo no sabía nada de construir, y mi amigo me enseñó a hacer la mezcla; yo agarraba la cuchara para un lado, quería tirar y se me iba para el otro costado, pero fui aprendiendo y así fui avanzando”, relata. Cree que ayudó mucho el hecho de no haberse establecido un plazo, porque se había mentalizado de que quizá llevaría 10 años terminarla, y lo cierto es que fue antes de lo que imaginó. “Venía acá y era como estar de vacaciones, por más que laburaba como una loca, me encantaba, y cuando faltaba poco para jubilarme todavía no tenía techado el living, de 57 metros cuadrados, compré la madera de a poco, mi amigo me financió la mano de obra y terminé con el techo en 2018″, señala. Ese mismo año, en mayo se jubiló, y el 1° de julio ya se estaba mudando de manera definitiva.
“Esta casa tiene un valor incalculable para mí, es todo lo que soñé”, dice a pura felicidad. Las paredes tienen 37 centímetros de profundidad, y están hechas con botellas, la gran mayoría de plástico, rellenas de arena compacta. “Elegí eso porque es mucho mejor en cuanto al efecto térmico, las de vidrio en verano se calientan y en el invierno se enfrían, y solo le hice un detalle en vidrio para que entre la luz”, indica. En cada rincón le puso esmero y trabajo artesanal, desde un vitral que hizo ella misma, hasta una columna que decoró desde el piso hasta el techo con piedras, caracoles, caballos y estrellas de mar, que encontró en sus caminatas matutinas por la playa.
Siempre hay algo por hacer, desde revocar algunas paredes que están menos a la vista y no llegó a terminar, pintar algunos sectores, construir un leñero, sumado a los proyectos que van surgiendo. Hace poco salió con una amiga a recoger maderas y las reciclaron para hacer reposeras de madera. Las estaciones también la organizan, porque durante el invierno teje sus famosas carteras con chapitas de gaseosas, un emprendimiento que mantiene activo de manera ocasional, a través de su cuenta de Instagram @carteras_con_chapitas.
“Yo no puedo estar quieta”, se sincera, y por eso cuando no está atendiendo su despensa, o preparando chipá, arregla las plantas del jardín, o se pone a coser. “Voy variando mis pasatiempos, que descubrí que me gustaban las manualidades de grande”, cuenta. Lo que sacó por completo de su vida es el estrés, y son muchas las gratificaciones que le da vivir frente al mar. “En épocas de ballenas, las veo pasar desde mi casa, estoy rodeada de naturaleza, tengo a 80 metros la playa, que a veces le digo a mis hijas en chiste que es ‘mi playa privada’, porque fuera de la temporada está vacía, y por mi patio cruzan carpinchos, zorros, liebres y pájaros”, detalla.
Una vez por semana viene hasta Necochea para comprar la comida y reponer mercadería. “Somos un grupo hermoso de vecinos, los que vivimos acá nos damos una mano en todo porque estamos solos, aislados del mundo; lo único que nos da el municipio es un contenedor para tirar la basura, pero no tenemos sala de primeros auxilios, no hay policía, no hay nada”, describe. Sin embargo, las construcciones son constantes, y seis años atrás eran solo 20 los que estaban durante todo el año, y desde ese momento hasta la actualidad, esa cantidad se duplicó. “Se va sumando gente, muchos que vienen de Buenos Aires y nos dicen que viven con el corazón en la boca todo el tiempo, con miedo por las cosas que pasan, preguntan por terrenos, y la verdad es que acá son felices”, asegura.
La vida costera
Cuando vivía en Tandil se iba a los arroyos, siempre le gustó estar cerca del agua. Ni bien se mudó al balneario se compró una caña de pescar, y hoy es una de sus actividades preferidas. Parece que fue ayer cuando le contó a su familia que iba a construir su “casa de botellas”, y con mucha emoción le decía a sus hijas: “Esto va a ser para mis nietos, van a venir a disfrutarla los veranos”. Dicho y hecho, porque las vacaciones la visitan sus dos nietos, y la pasan de maravilla en su lugar soñado.
“Ellas me dicen: ‘Mamá, vos sos nuestro ejemplo, por lo luchadora que sos’, y las dos son igual de luchadoras. Yo las apuntalo, y les digo que si algo no sale bien, no importa, hay que meterle para adelante, porque jamás me rindo; puedo estar unos días o un rato bajoneada, pero me levanto y resurjo”, expresa. Define su carácter como “muy particular”, porque se siente libre y suele seguir sus instintos. “Si alguien se quedó encajado, yo voy con la linga a sacarlo; si vienen a pedirme un destornillador, busco entre todas las herramientas para dárselo, si necesitan información me convierto en guía turística de nuestro lugar, colaboro con otras amigas que alquilan sus casas en temporada y fuera de temporada, para recibir a la gente, y si me piden cualquier cosa en el kiosco, tengo, porque así soy, de tratar de ayudar desde lo que esté a mi alcance”, señala.
Tiempo atrás pasaron por el lugar Marcelo y Patricia, los administradores de la cuenta de YouTube “@Paisturistico”, donde mostraron el paisaje, los alrededores, los emprendedores de la zona y la casa de Elina. “Nunca me imaginé que de un video iba a surgir tanta cosa, me han escrito de Nicaragua, Venezuela, Colombia, México, Uruguay, Paraguay, Bolivia, España, Italia, Alemania, Estados Unidos, donde me felicitan, me dicen que los inspiro, y le respondí a cada uno, porque me parece una falta de respeto no agradecerles sus palabras”, sostiene. En los mensajes le dicen que los motiva a perseguir sus sueños, y ella por momentos no lo puede creer.
Sobre el final de la charla surge la curiosidad sobre el significado de su nombre, Elina, y confiesa que nunca lo buscó. Si se toma como referencia la variante del nombre griego “Helene”, puede ser traducido como “luz” o “antorcha”, y si se basa en “Elene”, significaría “Luna”. Se podría decir, que ella es el faro que ilumina el balneario Los Ángeles, por todo lo que brinda de corazón a cada persona que pasa por allí. “¿Así que yo alumbro esta playa? Mirá vos, entonces aunque no tenemos faro, si yo me paro ahí, los alumbro”, contesta entre risas. Una prueba más de que con su humildad y su perseverancia, alcanzó su sueño más preciado.
Fuente: Infobae