Por Rogelio Alaniz.

Arturo Illia fue un hombre de convicciones y de partido. De convicciones democráticas y republicanas y de militancia partidaria a la que siempre se mantuvo leal, en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras. Llegó a presidente de la Nación después de una larga y fecunda trayectoria política.

Fue senador provincial, vicegobernador de su provincia, diputado nacional y gobernador electo en 1962, cargo que no pudo asumir porque a los militares se les ocurrió dar otro golpe de Estado. No, no llegó a la Casa Rosada debido a la fertilidad de los repollos.

El político que fue presentado como una tortuga, promovió en su provincia obras públicas en sintonía con el legado sabattinista de “aguas para el norte, caminos para el sur, escuelas en todas partes”. No deja de ser una paradoja que el hombre que siempre entendió a la política como una actividad ejecutiva plena de realizaciones prácticas, haya sido injuriado por su supuesta pasividad e incompetencia.

La historia hoy permite evaluar aquella gestión presidencial que no llegó a cumplir tres años, pero que de manera persistente, para muchos invisible, estaba transformando al país en términos de progreso y convivencia civilizada. Las cifras y los testimonios son elocuentes al respecto.

El gobierno acusado de antiobrero sancionó la ley de salario mínimo, vital y móvil, la participación de los trabajadores en la renta nacional creció hasta el cuarenta y dos por ciento, y el desempleo bajó de ocho puntos a cinco. Nada de ello impidió que la CGT organizara planes de lucha con tomas de fábricas y proclamas golpistas.

Conviene recordar aquellas consignas del peronismo de hace sesenta años. Y conviene recordarlas porque en sus desmesuras, son las mismas que emplearon luego contra Alfonsín y contra Macri. Las mismas consignas, los mismos insultos, las mismas piedras, el mismo comportamiento golpista y corporativo. ¡Dolorosas paradojas de la vida! Vandor y Alonso hicieron lo imposible para derrocar al viejito gorila y antiobrero. Y sin embargo, nadie los molestó con estados de sitios o Planes Conintes, nadie allanó sus domicilios, nadie atentó contra sus vidas.

Tres años después de semejantes hazañas cívicas, Vandor y Alonso fueron acribillados a balazos en nombre de Perón y en una Argentina donde la pedagogía de la democracia empezaba a ser desplazada por la dialéctica de las pistolas.

La ley de Medicamentos se propuso congelar los precios y limitar el pago de regalías y remesas al exterior de los grandes laboratorios multinacionales. El objetivo era asegurar remedios buenos y baratos para todos, pero no fueron pocos los que supusieron que se trataba de una zoncera. El presupuesto en educación creció hasta el veinticinco por ciento. Nunca la Argentina había destinado tantos recursos para escuelas y maestros, para universidades y profesores.

El plan nacional de alfabetización llegó a contar con 125.000 centros que dieron clases a 350.000 alumnos, pero para los peronistas esos datos no tenían ninguna importancia.La deuda externa se redujo de 3.390 millones de dólares a 2.650; las exportaciones crecieron de 1.200 millones de dólares a 1.500. Crecieron y se diversificaron.

Hoy comerciar con China es una necesidad que nadie pone en tela de juicio. Hace cincuenta años era un desafío a los fanáticos de la Guerra Fría. Pues bien, en esos años se iniciaron las exportaciones de trigo a China. Seguramente había errores, seguramente había otras alternativas para explorar el futuro, pero el país avanzaba en una dirección justa, al punto que muy bien podría decirse que si esa experiencia política se hubiera cumplido la historia de la Argentina hoy sería otra y el camino recorrido no estaría manchado de sangre, violencias e injusticias.

Después del golpe, se dijo que Illia cayó porque el peronismo estaba proscrito. Es una verdad a medias. Para 1965 el peronismo no estaba proscrito; en todo caso, el que estaba proscripto era Perón. ¿Es lo mismo? Más o menos. El primero que estableció una diferencia entre el peronismo y Perón, el primero en alentar la idea que Perón no retornaba porque no le daba el cuero, no fue un antiperonista, sino el dirigente peronista más importante y poderoso de entonces: Augusto Timoteo Vandor.

El radicalismo que asumió en 1963 se proponía transitar desde una democracia proscriptiva a una democracia ampliada. No era una tarea sencilla. La presión de los militares y los grupos de poder era muy fuerte. Dentro del mismo radicalismo algunos dirigentes mantenían intactos los resentimientos de 1955. Sin embargo, algunos pasos se fueron dando. Hubo imperfecciones, errores, pero está claro que en 1965 el sistema político era mucho más amplio que en 1963.

Lo que ocurre es que los opositores peronistas no estaban interesados en transitar de una democracia proscriptiva a una democracia ampliada por la sencilla razón de que ninguno de ellos creía en la democracia, ni en la proscriptiva ni en la ampliada. Su modelo de poder era un acuerdo corporativo entre sindicatos, Fuerzas Armadas y grupos patronales. Paulino Niembro, uno de los principales voceros del peronismo de la época, dijo por entonces que, después de Perón, el general que más respetaba era Juan Carlos Onganía. Más claro, echarle agua.

Illia creía en los cambios graduales. No lo convencían las retóricas revolucionarias de derecha o de izquierda. Y no lo convencían porque, entre otras cosas, había estudiado esas experiencias y en su viaje a Europa en la década del treinta las había padecido en carne propia. “La democracia está en peligro cuando un presidente puede decir lo que se da la gana”, les dijo a los militantes de la Juventud Radical que le pedían que fuera más duro con sus adversarios. Se dice que Illia cayó por negarse a montar un poder mediático paralelo. Incorregible.

Illia consideraba que un presidente civilizado no moviliza desde el Estado a sus seguidores. “Esa tarea se la dejo a los seguidores de Hitler y Mussolini.”, les dijo a quienes se ofrecieron ser sus operadores mediáticos y difundir su imagen. “Yo soy como soy. El que quiera creer que soy una tortuga que lo crea, el que crea que soy el médico de Cruz del Eje que cura con peperina que lo crea. Yo soy el que soy… no me engalanen. No voy a usar las estructuras del estado para hacer propaganda partidaria o prolongadas cadenas nacionales” . Igualito que ahora.

Seguramente los argentinos debimos estar muy dislocados en términos políticos para consentir el derrocamiento de Illia y admitir a un general como Onganía. Lo interesante y lo patético de todo esto es que se suponía que la modernidad, el cambio, la inclusión social la iba a promover el militar que a todas luces era evidente que le faltaban luces. “Creíamos que era De Gaulle -se quejaba Mariano Grondona- y descubrimos que era Franco”. La evaluación es injusta, incluso para Franco.

Los periodistas de Primera Plana, Confirmado y Tía Vicenta se hicieron un picnic con el viejito Illia. Las injurias alcanzaron a su esposa, para quien no hubo compasión. El objetivo fue cumplido. Onganía llegó al poder y a los pocos meses las tres revistas estaban cerradas. Como le dijera Osiris Troiani a los muchachos entusiasmados en divertirse con el presidente: “Pero no se dan cuenta pedazos de pelotudos que después de que lo echen a este viejo van a venir los fascistas…”. Y los fascistas vinieron. Y no sólo clausuraron revistas, sino que metieron presos a los mismos que les molestaba que Illia saliera de la Casa Rosada caminando y entrase a un restaurante a almorzar como un ciudadano más. ¡Cómo se reían de la esposa del presidente porque salía hacer compras con el delantal de ama de casa! ¡Qué vergüenza para la Nación que el presidente saliera de la Casa Rosada con su mujer del brazo, rompiendo así las leyes del protocolo que aconsejan que la esposa debe ir dos pasos atrás!

Las crónicas de la época se burlaban de la costumbre del presidente de salir a caminar a la caída de la tarde por Avenida de Mayo. Una vez le tomaron una foto sentado en un banco de la plaza Colón. ¡Una vergüenza! Resultaba intolerable que un presidente fuera a un bar y compartiera un café con los amigos. “Viejo boludo”, le dijeron cuando se enteraron que prohibió a los comedidos que organizaran la fiesta de cumpleaños de su hija en la residencia de Olivos.

“Yo a esta fiesta no la puedo pagar con mi bolsillo. Y los fondos del estado no están para festejar el cumpleaños de la hija del presidente”. “Viejo boludo”, repitieron” cuando echó de la Casa Rosada a un empresario que se atrevió a a regalarle un auto cero kilómetro. Igualito al señor presidente que años después se beneficiaría con la Ferrari.

Finalmente lo consiguieron. Illia se fue y llegó Onganía. Ahora sí había un hombre eficaz. Onganía no perdía el tiempo, tampoco se distraía saliendo a caminar por el barrio; él siempre se trasladaba rodeado de guardaespaldas y, cuando aparecía en público, lo hacía montado en una carroza virreinal.

Decían que sus gustos eran vulgares. En efecto, su plato preferido era el puchero o un churrasco jugoso acompañado por una papa hervida. También dijeron que su menú era modesto porque era pijotero. Mientras tanto, Illia ya desalojado del poder, dormía en hoteles baratos o se alojaba en la casa de su hermano cuando estaba en Buenos Aires. Como no tenía auto, se trasladaba al centro en el colectivo de la línea 60. Efectivamente, era un viejo anacrónico.Los que luego acompañaron a Onganía sostuvieron que sus intereses culturales eran mediocres. A todo esto, Illia descansaba de su gestión presidencial conversando de matemáticas con Manuel Sadosky, de filosofía con Francisco Romero y de marxismo con su amigo Luis Franco. Pero para los dos “Marianos” -Grondona y Montemayor-, Illia era apenas un modesto puntero radical.

Su decencia personal era considerada un detalle menor, casi insignificante. Cuando asumió el poder, dijo que tenía como únicos bienes personales tres trajes, una casa y un auto. Cuando lo derrocaron, al auto lo había vendido para atender la operación de su esposa. Él fue quien promovió la figura penal del enriquecimiento ilícito para los funcionarios del poder, quienes debían probar cómo y por qué habían crecido sus patrimonios. Podía hacerlo porque le sobraba autoridad moral. Esa autoridad moral que hoy está ausente como testimonio y hasta como “relato”.

Fue el primer presidente que asumió la presidencia de la Nación con traje de calle. Hoy las ceremonias parecen desfiles de modelos. Los fondos reservados los usó una sola vez y fue para pagar el viaje de una compañía de teatro independiente. Jamás se le hubiera ocurrido que para hacer política era necesario, previamente, ser millonario.

Mientras otros presidentes se hicieron ricos desalojando a los pobres, Illia, en Cruz del Eje, era conocido como el médico de los pobres. Su austeridad era tan sincera que no necesitaba proclamarla. Su trato con la gente era formal y correcto. Él era un hombre formal y correcto. Rehuía las familiaridades efusivas, los abrazos ruidosos y las exteriorizaciones vulgares de la amistad. No necesitaba de la demagogia para estar con los pobres, porque su relación con ellos era cálida, afectiva, respetuosa. Claro que era antiguo. Pertenecía a la clase de hombres para quienes un apretón de manos era más importante que un documento firmado. Se sentía cómodo con sus trajes grises y un amigo que lo conoció me decía que tenía un increíble talento para caminar por la calle y confundirse con la gente. Ese decoro, esa suerte de señorío provinciano, provocaba la risa y el desprecio de los salvadores de la patria.“Se van a arrepentir de lo que están haciendo”, les había dicho Illia a los jefes militares cuando ingresaron armados a la Casa Rosada. Se rieron del viejo, lo consideraron una tortuga, un político anacrónico, un incompetente, pero la profecía fue trágicamente certera. “Se van a arrepentir de lo que están haciendo”, le dijo a un impasible Julio Alsogaray, el mismo que diez años después debió viajar a Tucumán para reconocer el cadáver de su hijo guerrillero ejecutado por sus camaradas de armas.

Illia murió hace cuarenta años. Hablar de él es hablar del pasado, pero es también recuperar del pasado aquello que el presente necesita. Si la política se perfecciona con opciones morales, si el progreso necesita de exigencias éticas, si los cambios -para ser reales- reclaman de mesura y gradualismo, y si entre vida pública y vida privada debe haber una coherencia íntima, real, el ejemplo de Illia, su anacronismo, su estilo antiguo, su señorío austero, su perspectiva humanista y progresista no sólo sigue siendo valida, sino que además es necesaria.