Por Horacio Minotti

Se ha puesto de moda graficar la crisis sanitaria mundial por el COVID-19 comparándola con un estado de guerra. Y por cierto, se parece. Todos los días contamos de a montones los heridos (enfermos) y muertos. Todos los días se diseñan nuevas tácticas, me pongo el barbijo, me saco el barbijo, y aparecen genios del mundo con recetas superlativas y salvadoras, mientras a los dos días tienen que retroceder, aceptando su error, o tratando de disimularlo, pero en definitiva retroceder.

 

Pero si es un guerra, ¿tendremos un Waterloo? Allí fue donde Napoleón perdió su imperio, por un simple imponderable. El extraordinario líder militar tenía diversas condiciones que lo diferenciaban del resto: hacía marchar a sus ejércitos a grandes velocidades para llegar antes y posicionarse mejor en el campo de batalla, manejaba el espionaje como ninguno en su época, y especialmente, era un fabuloso artillero basado en su talento para las matemáticas: los cañones, su disposición en el terreno, la distancia con el objetivo eran decisivas en cada una de sus batallas.

 

Fue confiado a Waterloo, sabía por sus espías cuántos eran los ingleses y conocía detalles de su plan de batalla. Y también con cuantos efectivos contaban los prusianos, en que momento llegarían al combate y con que armamento contaban. De modo que organizó su plan de batalla con esos precisos datos.

 

Le falto uno: el clima. Como es evidente, nadie cuenta con recursos infinitos, así que con la información precisa, decidió usar los mismos cañones, colocados en una lomada estratégica, para destruir a los ingleses y luego girarlos para contener a los prusianos, mientras su caballería iba sobre ellos. Pero llovió, muchoFerozmente. La tierra se transformó en lodo, mucho lodo y los cañones son objetos muy pesados. Los artilleros franceses no llegaron a girarlos pero lo intentaron. Ese intento dio respiro a los británicos y no llegó a agredir a sus otros enemigos. Terminó aplastado entre ambos.

Por cierto, los tres párrafos precedentes son una simplificación, pasaron al menos una decena de incidencias más que definieron el destino de la batalla, y los expertos pueden adjudicarle la derrota a otros motivos, pero en definitiva el ejemplo nos sirve para el caso.

 

Es cierto, la crisis sanitaria se parece a un conflicto bélico, y a uno con dos enemigos: el que se lleva vidas y el que destroza la economía. La de los países y la de cada una de las personas, en mayor o menor medida.

 

Y llueve, los cañones están en el barro, no podemos tirarles a ambos, no hay modo. Hay que elegir y el desafío es elegir bien. Alguno de los dos enemigos nos va a arrasar así que el único criterio a utilizar es minimizar el daño. Y como también se dice mucho, tenemos la experiencia ajena para aprender: sabemos que pasó en Europa, y vemos día a día lo que pasa en Estados Unidos. Tenemos las proyecciones de esos países (además de su trágica actualidad) y vimos a cada líder manejarse en forma diferente.

 

Vimos a los italianos minimizar la cuestión hasta que se transformó en una masacre. Lo vimos al señor Boris Johnson privilegiar la economía hasta llegar a la terapia intensiva y con su vida en intríngulis. Sus decisiones causaron un tendal de muertos. Se jugó una apuesta y perdió.

 

Lo mismo hizo Donald Trump, y ahora en Nueva York usan camiones frigoríficos para almacenar cadáveres. El desafiante hombre de negocios dio prioridad a la economía, y ahora es la economía la que se despedaza bajo la pila de cuerpos inertes, con la mayor cantidad de desocupados desde la crisis del ’29. Brasil, con Jair Bolsonaro a la cabeza va en camino.

 

Los tres dijeron darle más importancia a la economía, como si la misma fuese una entelequia, una ficción al margen de las personas. La economía es con gente. Y con gente viva claro. Los muertos no producen ni consumen, ni en las series de zombies.

 

La dicotomía vida-economía es una estúpida ficción porque la segunda no existe sin la primera. Los muertos no solo no producen, sino que generan temor, retracción, falta de inversión de quienes quedan vivos, prevención por parte de los inversores respecto de su propio patrimonio, y por ende los vuelve conservadores, despiden empleados, y destruyen la economía. Prevención también de aquel con pocos recursos, que no consume, no viaja, no hace turismo, para no contagiarse, para no perder su poco capital que puede necesitar. Los muertos destruyen la economía.

 

Así que si elegimos cuidar le economía por sobre la vida, destrozamos ambas cosas. ¿Cómo se minimiza el daño? Bueno, cuidando lo más que sea posible la vida, sacrificando lo que de todos modos se va a despedazar (la economía), para que quede suficiente fuerza de trabajo en condiciones de levantar dicha economía cuando pase la crisis.

 

En toda situación de apremio como la presente, hay decisiones imposibles que tomar. Bifurcaciones en las que, cualquiera sea el camino que se tome, habrá perjudicados. Y se deberá decidir el sendero que deje menos víctimas. No hay en las guerras, resoluciones sencillas, ni definiciones que no dejen gente en el camino. Las guerras destrozan las economías.

 

La destrucción económica del mundo a causa de la peste, dejará a unos más derrumbados que otros. Es ley, es inevitable, dependiendo de la actividad de cada uno el daño será mayor o menor. Aquellos que desempeñen tareas no escalables serán los más perjudicados. Un trabajo escalable es el que hace el autor de un libro: escribe una vez y puede vender millones. Uno no escalable es el del carpintero, o el pintor de casas. Sus ganancias dependen de cuantos muebles fabrique o cuantos domicilios pinte. Hacen un trabajo directo, inmediato, por cada pieza entrega su esfuerzo, invierte su tiempo. Esta última especie de actividades será la más golpeada.

 

¿Opciones? ¿Abrimos todo a lo Boris Johnson y que se muera el que se muera? ¿Cuántos miles de muertos son aceptables para que “funcione la economía”? ¿Con cuántos muertos la economía se paraliza igual? ¿Quién está dispuesto a tomar la decisión y hacer la prueba?.

 

La misma problemática se presenta con los llamados “varados”, argentinos en el exterior que claman por volver. Unos diez mil dicen, después de todas la repatriaciones. El mundo se cerró. Es complicadísimo traerlos. Pero además, un veinte por ciento podría estar contagiado, unos dos mil. Más que los que hoy tenemos en Argentina. Cada uno de ellos podría contagiar a tres personas. Aunque el irresponsable que fue a un cumpleaños de quince un Moreno, metió una veintena de infectados. Lo mismo pasó con una médica del Chaco. El riesgo es enorme. ¿Tienen derecho a volver? Bueno en principio sí, pero ¿a qué costo en vidas? ¿Cuántos contagios y muertes son tolerables a cambio de esos regresos?

 

Por otro lado, no puede omitirse analizar el nada simpático hecho de que un alto porcentaje de esos “varados” salieron del país luego de que la enfermedad fuese declarada pandemia mundial. ¿Cómo es posible que esas personas le exijan algo al Estado o a sus compatriotas? ¿Pide empatía el que no fue empático con nadie? ¿El Estado debe valorarlo al momento de analizar la eventual repatriación? ¿Sería justo o injusto analizar dicha cuestión? ¿Somos todos proclamadores de nuestras libertades hasta que metemos la pata y entonces exigimos que el Estado nos lo resuelva?. Tengo respuesta a esta última pregunta, sí.

 

Está dicho, ninguna decisión es fácil en un entorno de guerra. Ninguna decisión exime de consecuencias trágicas. En ningún caso el costo es cero, ni siquiera es bajo. Pero hay que tomar decisiones, y lo más razonable, parece ser preservar la vida, incluso si lo que se privilegia es la economía.