Por: Diego Cabot
Abril de 2018. El despacho de Claudio Bonadio era casi un verdadero santuario a su recorrido en la vida. Atiborrado de frases, pequeños recuerdos, souvenirs y libros, apenas quedaba espacio para una computadora de escritorio y una notebook. De fondo sonaba fuerte, siempre fuerte, una radio.
Sentado, del otro lado del escritorio, apoyado en el respaldo de su sillón, con las manos juntas, con esa pose tan común entre los que transitan la seguridad del poder, era imposible no detenerse en una de aquellas frases, prolijamente colocada para que los interlocutores no pudiesen dejar de verla: “Piense, luego hable”.
Nos encontramos por primera vez en su despacho pocos días antes de hacer la denuncia que luego terminó siendo la causa de los cuadernos de las coimas. Botas con unos centímetros de taco, pantalón ancho, chaleco y camisa, sin corbata. Además del anfitrión, que nos recibió de pie para estrechar la mano, estaba el fiscal Carlos Stornelli aquel mediodía en Comodoro Py.
“En la Argentina se mata por silencio, no por venganza”, dijo Stornelli. Bonadio tomó la palabra y el tema terminó ahí: “¿Le parece? Tienen los colmillos limados -dijo en referencia al kirchnerismo fuera del poder-. La mejor protección es que nadie se entere de nada. Que esto sea un silencio absoluto, un secreto que se mantenga lo más cerrado posible”. La muerte lo interceptó con aquellas piezas dentarias regeneradas.
La investigación de los cuadernos, que empezó como un puro trabajo periodístico y terminó en una denuncia ante el fiscal, quedó en su juzgado porque era el quien investigaba a la gran mayoría de los que, posteriormente, terminaron procesados. De hecho, en su juzgado tramitaba la causa en la que se ventilaba la compra de gas licuado al exterior y los negocios que se habrían cocinado en esa operación.
Justamente meses antes, en ese mismo expediente, se había presentado la expareja de Oscar Centeno, Hilda Horovitz. En un escrito espontáneo decía que Centeno era el chofer de Roberto Baratta y dedicó varios párrafos a enumerar los bienes del exfuncionario. El remisero contestó ante Bonadio y dijo que aquella mujer despechada lo extorsionaba.
El juez tomó aquellos datos y realizó varios allanamientos. Uno de ellos en el country Mapuche, en busca de una lujosa casa que se construyó Baratta. Hoy se lo puede ver al exfuncionario de short de baño y tobillera electrónica, de caminatas por el lugar.
“Doctor, ¿qué pudo saber de aquella relación?’”, le pregunté alguna ver como para seguir aquella pista. “Disculpe, pero no me meto en las sabanas calientes de las parejas”, contestó.
Siempre lo entusiasmó la causa. “Usted sabe que varios de los que investigamos están yendo a una bruja”, dijo al pasar en una de las tres reuniones. Mientras la opinión pública ignoraba la existencia de la investigación, el juez había ordenado varias escuchas. Este cronista quiso saber algo más. Bonadio sonrió. “Les está sacando la guita muy fácil”.
Siempre estuvo de acuerdo con la decisión del secreto. “En el juzgado nadie va a decir nada. Muy poca gente estará al tanto, de estrecha confianza. Y no van a decir nada. Si es necesario podemos sacar la causa físicamente de acá”, explicó, y entonces, reveló que había una dependencia en un edificio militar de la zona de Retiro en la que algunos jueces federales podían utilizar unos despachos. Ahí se accedía con una llave que sólo él tenía y que, además, había que tener un permiso para poder pasar el control de acceso.
De los tres encuentros que tuvimos, el último fue el 30 de julio de 2018, horas antes de que las detenciones y los allanamientos mostraran por primera vez el resultado del trabajo periodístico y, sobre todo, judicial, quizá el segundo fue el que más lo pintó.
Era la primera semana del receso judicial por la feria de invierno. En ese momento nos encontramos con el juez y el fiscal y dos de sus secretarios de confianza. No había nadie en Comodoro Py; el edificio era el reino de la desolación. Claro, excepto en el juzgado de Bonadio donde todo tenía el calor de lo inmediato.
“Venimos bien, no hubo ninguna filtración del proceso. Tenemos mucha prueba y hemos ido avanzando con mucho cuidado. La causa tiene una enorme solidez. Los dichos que están narrados en los cuadernos son reales. Construimos mucha prueba. El aporte que nos ha hecho nos ha sido de suma utilidad”, abrió la charla Bonadio. Estaba serio y, claramente, aquel encuentro tenía un propósito.
Sin preámbulos, fue al grano. “La causa es sólida y la prueba que ha recolectado es muy buena. Pero necesitamos pedirle algo más. Como le dije, la prueba es sólida, pero hay un eslabón que no está claro y del que todos se van a aprovechar. Su declaración empieza cuando le entregan los cuadernos pero no está claro cómo le llegan a usted y quién se los dio. Si se puede acreditar ese paso en el expediente, la solidez del proceso cambia”, dijo con solemnidad sabedor de que, finalmente, le estaba pidiendo a un periodista que revele su fuente.
“Le vamos a pedir algo ¿Cómo es la relación con su fuente?”, preguntó. Y luego lanzó. “Le vamos a pedir que declare. Se lo pide usted o lo intentamos nosotros”, dijo sin tapujos.
Días después, exactamente horas antes de que la opinión pública conozca el caso, Jorge Bacigalupo, el hombre que me entregó los cuadernos, declaró en su juzgado y él se encargó de pasar por esa declaración a conocerlo. Era el eslabón que quería sellar antes de avanzar.
La última vez que nos vimos fue después de esa declaración. “Muchas gracias por su trabajo, le agradezco. Lo que viene ya está en nuestras manos.”, me dijo parado en su despacho, mirándome fijo a los ojos. Nos despedimos y no nos vimos nunca más, apenas algunos mensajes como para saber de su salud y alguno suyo para entregar saludos por el día del periodista.
Murió el juez federal Claudio Bonadio. Este cronista recibió 198 llamadas y 340 mensajes de textos para hablar sobre el magistrado. Muchos de ellos del exterior. Pero lamentablente, no pude conocerlo como juez, apenas como “el juez de la causa de cuadernos”. No puedo más que repasar varias de las escenas que nos tuvieron como protagonistas. Y recordar aquel santuario a su vida que era su despacho, lleno de frases que lo pintaban de cuerpo y mente. Como aquella que jamás olvidé y que decía: “Quédese tranquilo, yo no llegué por concurso”.